The Backwoods
The Backwoods es una prueba más del cambio que se está librando en el corazón de nuestra zozobrante cinematografía, donde la irrupción de nuevos realizadores está produciendo un constante y necesario efecto de renovación. Nunca antes había disfrutado nuestro cine de la actual diversidad genérica, con una oferta que comienza a ser capaz de satisfacer los gustos del espectador más exigente, por más que todavía exista un considerable sector de público incapaz en su aborregamiento de ver más allá del blockbuster de temporada. Es un hecho que el cine español, aquí y ahora, pugna por deshacerse de su apolillado anclaje, y si la cuota de pantalla nacional sigue sin salir a flote, no será por ineptitud, sino por los absurdos prejuicios hacia el talento patrio por parte de la platea.
Koldo Serra pertenece a la última remesa de recién llegados de los que hablaba más arriba, jóvenes realizadores que comparten un mismo denominador común, un interés evidente por contar buenas historias con las que colmar las necesidades de nuestro público. Tras su celebrado paso por el mundo del corto, el autor del multipremiado El tren de la bruja ha dado el lógico salto al largometraje, y para ello ha elegido un thriller de poso amargo que no busca con desesperación complacer a ese grueso de espectadores que tanto interesa cuando se trata de engordar taquillas, sino únicamente responder al honesto propósito de ofrecer cine de verdad a quien guste de ello; una propuesta tan loable como arriesgada para debutar en una arena cinematográfica como la nuestra, donde el espectador medio tiende a bajar de las gradas para transfigurarse en fiera.
The Backwoods sigue a una joven pareja que viaja al norte de la España de finales de los 70 con voluntad de compartir una tranquila estancia junto a otro matrimonio amigo. Una vez allí, lo que debiera ser un agradable periodo de descanso que ayude a limar las asperezas de una crisis conyugal, se transformará en un duro trance que, caso de sobrevivir, les marcará de por vida.Partiendo de esta sencilla sinopsis que encierra más de lo que a priori pueda parecer, Serra traslada el género al ámbito rural para contar la historia de un grupo de urbanitas que, desafortunadamente, tendrán oportunidad de descubrir el rostro más ingrato de una realidad local a la que no pertenecen. La película no se queda ahí: trasciende esa violenta fricción, mostrada en la superficie, entre culturas disímiles y reconoce su núcleo en las miserias de la condición humana y alrededores, representadas con sutilidad en cada una de las taras emocionales que sus respectivos propietarios ocultan.
Aunque Jon Sagala y Koldo Serra concibieran su historia con un ojo puesto en referentes tan ilustres como Straw Dogs (Sam Peckinpah) o Deliverance ( John Boorman), éstas únicamente sugieren los puntos de fuga sobre los que se desliza el relato, y las similitudes no son tantas como por ahí se ha apuntado. Si acaso, y ya desde unos títulos de crédito que homenajean abiertamente a Grupo Salvaje, se ha buscado reproducir la atmósfera de ciertos títulos de finales de la década de los setenta, obteniendo con ello una suerte de regresión cinéfila que tiene mucho de mirada nostálgica sobre una época en la que el cine era algo más que un negocio destinado a la venta de palomitas. Tampoco oculta el realizador su pasión por el western de corte crepuscular, género que palpita con fuerza bajo algunos de los pasajes del film y que ya asoma desde una de las primeras secuencias, aquélla en la que dos de los principales roles masculinos mantienen un primer duelo bajo la forma de un cruce de miradas sostenidas, siendo esto, a su vez, anticipo de lo que muy probablemente sea lo mejor de la película: el encuentro interpretativo de quien prácticamente es un icono del cine contemporáneo, Gary Oldman, con uno de nuestros mejores actores nacionales del momento, un Lluís Homar que, sin ánimo de exagerar, alcanza aquí uno de los picos de su trayectoria más reciente.
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