Lo mejor del verano

Por extraño que pueda parecer, es posible que no todo esté perdido: Los Cronocrímenes, debut en el largometraje de Nacho Vigalondo, es la prueba física y quizás definitiva de la existencia de vida inteligente en nuestro cine. Un nuevo motivo de esperanza dentro de una cinematografía patria desoladora que, atrapada por un incomprensible inmovilismo, sigue despuntando únicamente por ser cualquier cosa menos estimulante.

Sin grandes esfuerzos y con la oportunidad de nuestro lado, podemos convertirnos en el peor de nuestros enemigos. Ésa es una de las lecturas, quizá la más inmediata, que fácilmente se infiere del visionado de la catástrofica odisea espacio-temporal de Héctor, alguien corriente y en apariencia inofensivo que, tras un flirteo con el voyeurismo, trascenderá los límites de su propia cotidianeidad para verse superado por una serie de adversidades de corte imposible. Pero lo anterior a esta línea no son más que unos gramos del oro en bruto que el espectador famélico podrá descubrir si apuesta por un insólito primer largometraje que, por otro lado, corrobora lo que la multipremiada trayectoria como cortometrajista de Vigalondo ya anunciaba: estamos, sin margen posible de error, ante un cineasta amante de los riesgos que parece encontrarse cómodo moviéndose a contracorriente. Qué mejor prueba de ello que un film como el que nos ocupa, donde géneros como la ciencia-ficción y el thriller comparten un espacio común sin darse codazos y pariendo unos resultados poco menos que sorprendentes.

Apoyándose en un guión de precisión poco menos que diabólica, y con la humildad de quien no pretende más que regalar al espectador la mejor película posible, Vigalondo, sin pretenderlo, nos recuerda con esta primera obra que, entre tanta deposición y naftalina, aún es posible un reducto para un cine terriblemente seductor, exótico y capaz de atesorar placeres que el espectador no lobotomizado sabrá apreciar en su justa medida.