Casas de muñecas

Justo cuando pensaba, ingenuo de mí, que estaba curado de espantos y nada podía sorprenderme, apareció en mi televisor la ministra María Antonia Trujillo, sospechosamente sonriente, avanzando las bondades de su plan de Viviendas de Protección Oficial, ese de los pisitos de 30 metros cuadrados que tan buen juego está dando estos días a la hora de salvar conversaciones aburridas; la nueva ocurrencia, que no la última, de un gobierno que predica el talante pero que en su incompetencia sólo logra dar palos de ciego, si bien está demostrando una insospechada capacidad para provocar la conmoción pública y el debate generalizado. Las minúsculas “soluciones habitacionales” de la ministra suscitan en mi cabeza una serie de imágenes y situaciones de la más diversa índole: ataúdes, cajas de cerillas, literas, armarios empotrados, viviendas de posguerra, hacinamiento, asfixia, especuladores de resplandecientes dentaduras frotándose las manos, zulos, inodoros compartidos, retorno a los hábitos de convivencia del colectivismo comunista, ¡maldición, no sé dónde meteré mis 400 ejemplares de National Geografic!, debí invertir en aquellas lujosas chabolas del extrarradio cuando tuve ocasión, en estos pisitos no es necesario apoyar el oído en la pared para escuchar cómo hacen el amor los inquilinos de los apartamentos colindantes, mi novia me ha dejado por el propietario de un apartamento en primera línea de playa alegando que incluso sus braguitas disponen de más espacio en el cajón de la ropa interior, y un largo etc de posibilidades no menos interesantes y terrores cotidianos que se harán realidad a poco que la política amable de ZP se esfuerce en hacer de España un país mejor. No me olvido de recordarles que estos habitáculos contarán con techos de cuatro metros de alto, lo cual puede que los convierta en un modelo de vivienda perfecto para el increíble Spider-Man, pero no muy funcional para el resto de mortales.

El desafortunado globo sonda de la Trujillo me ha hecho considerar seriamente la idea de no independizarme, de quedarme definitivamente en el dormitorio que ocupo en el hogar familiar, no sé si para alegría de mis seres allegados, pero sí para mi tranquilidad; un techo de lejos más digno que el que la ministra del despropósito me ofrece. Lo cierto es que nunca he tenido una verdadera intención de abandonar el nido, pero vistas las cosas en los últimos días, y divisando en el horizonte serias posibilidades de que empeoren, me he reafirmado más, si cabe, en mis convicciones personales. Entiéndanme, no es que tenga nada en contra de los minipisos, pero en 30 metros cuadrados me sería prácticamente imposible habitar con mis numerosos traumas, por no hablar de mis otras muchas fantasías sexuales, mi harén personal de prostitutas checas, la completísima colección de artilugios de fabricación personal para la práctica de la masturbación prostática o la colección de clásicos rusos (de la pornografía, cómo no). Así las cosas, ¿por qué cambiar un espacioso dormitorio por una infravivienda presuntamente asequible? No tiene objeto, ni sería una opción demasiado inteligente por mi parte. Además, después de veintinueve años no me importa demasiado seguir en mi habitación, continuando con mi singular, cómoda y feliz vida de adolescente que ahora, justificadamente, podré prolongar sin mayores problemas hasta los cincuenta. Aún no he hablado con mis padres sobre traer mujeres pasadas las once de la noche, en parte porque no sé cómo se tomarán la idea de que mi proyecto de vida sexual incluya su cama de matrimonio, pero todo se andará. Respecto a todo este asunto mediante el cual quieren convertirnos en habitantes de Fraguel Rock, tengo las cosas bastante claras: los animales tienen espacios más habitables en las jaulas de los zoológicos.